Un clásico tango nos enseñó que “primero hay que saber sufrir”. Y quién mejor que los argentinos para cumplir con ese mandato. Inflación, hambre, desigualdades, la pandemia arrasando con la vida de miles de seres queridos y un futuro siempre incierto, hasta en el plato de comida en la mesa. Y ahí, Messi. Y ahí, en lo alto, la Copa del Mundo.
En cada ciudad a lo largo y ancho de la República Argentina –por supuesto, en las Islas Malvinas- se vivió la peregrinación de la igualdad: esa que nos arrastra casi de manera inconsciente a la comunión, la que nos congrega en la plaza para ser todos de la misma clase, de la misma alegría; algo que sólo el fútbol puede lograr con tanta sencillez. Estará quien diga que es absurdo querer tapar el sol con la mano. Pero sólo quien primero supo sufrir sabrá lo que es “después amar”.
“Después partir”, como aquella partida que absurdamente creíamos no tendría retorno. Cuando el aire está innegablemente impregnado del espíritu de Diego Armando Maradona, como el “perfume de naranjo en flor”.
“Eterna y vieja juventud” la de esos 35 años que no se dieron por vencidos, que por fin hicieron que el mundo sea un lugar un poco más justo con la sonrisa de Lionel Andrés Messi Cuccittini. Con el beso, ese beso que selló un camino plagado de inmerecidas lágrimas, comparaciones y críticas despiadadas. Un camino con un adiós mentiroso por la cabeza agotada, los oídos aturdidos pero el fuego interno pidiendo la revancha. El Diez, con la bendición del Diez, sembró fútbol y escribió –al fin- la página más dorada de su historia y de la nuestra. Con la celeste y blanca, con la que inunda las calles argentinas desde el más bebé hasta el más anciano, desde el que tira el carro con cartones hasta el que llena sus cuentas bancarias.
Un equipo con carácter, con un banco plagado de fútbol de potrero. Aquel que en el Mundial Juvenil de Malasia 1997 se alzó con el título, bajo la escuela de un histórico como José Pekerman, a quien el escalón mayor no le tuvo piedad pero dejó una semilla que supo germinar. Pablo Aimar, Walter Samuel y, claro, el director técnico Lionel Scaloni. El muchacho de Pujato -un pueblito escondido en lo profundo de la Argentina- que desafió a todos los manuales de DTs, que se plantó con su idea y con su grupo. Que se burló del sentido de la inexperiencia para comenzar desde cero una odisea y demostrar que sabía encontrar el oasis porque estaba sediento. A quien no le tembló el pulso para convocar a jugadores que no estaban en el radar del llamado fútbol de paladar negro, de los flashes de las cámaras; que confió en la juventud, como en la suya supieron creer. El que logró que desde el banco se viva con la misma emoción que desde el césped, formando un eterno viaje de egresados, un equipo de amigos con buen pie.
Escuchamos a un arquero hablar de salud mental –eso tan tabú aún, sobre todo en las masculinidades-, lo vimos bailar, lo vimos llorar. Vimos a un flaco al que el cuerpo no lo acompañó en los momentos importantes volver a convertir en una final, sufrir el empate, no comprender el alargue, aguantar el tiro a tiro de los penales y retirarse de la mejor manera. Una defensa con alma de muralla, que supo defender con talento y valor de barrio cada pelota. Un mediocampo de suelas de terciopelo, con los colores de River y de Boca fundiéndose en un celeste y blanco. Por delante, el loco, el 22, al que el arco parecía negarse y dio el respiro para llegar luchando a la semifinal. Y con él, claro, con el mejor del mundo. Con sus regateos, con su pausa, con el pase de precisión quirúrgica, la pegada angelada y el grito de gol desaforado que tanto tiempo estuvo contenido. Canta el himno, manda “pallá” a los bobos y de repente es vulgar para algunos sólo por sentir por y para 40 millones de personas.
Medio Oriente, ese lugar tan lejano de Argentina, es desde ahora y para siempre un pedacito de nuestra historia con Qatar. La justicia divina, Lio, no podía tardar más en llegar. La tercera estrella ya está bordada en el pecho. Por los que fueron, por los que no pudieron, por los que arremetieron con cada pasito, por los que ya no están y por los que vendrán.
Hoy no es un día cualquiera y lo saben las calles, las oficinas, las mesas familiares, se huele en el aire y se siente en el corazón. Estos años fueron una pesadilla pero como tocó caerse, tocó levantarse y sacudirse el polvo para volver a intentarlo. Llegó el día después de la gloria. Ya no es un sueño. Es una realidad. Buen día, Argentina. Buen día, Campeón Mundial.