SOSTENER LA SONRISA, UN ACTO DE LEALTAD Y HEROÍSMO. HASTA SIEMPRE, MIGUELO

Partió un hombre que eligió vivir y morir entre los colores que lo hicieron feliz. Miguel Ángel Russo fue símbolo de lealtad, de ternura en un mundo hostil, y de amor por la redonda hasta el último suspiro. Su legado trasciende los títulos: nos enseñó que sostener la sonrisa también es una forma de ganar.

La comunidad futbolera se vio sacudida por la noticia del fallecimiento de Miguel Ángel Russo. Y las réplicas de ese sacudón se seguirán sintiendo por mucho tiempo más. No hace falta repasar sus títulos para entender su grandeza; su verdadera obra fue el modo en que amó al fútbol, con la misma pasión con la que se aferró a la vida.

Cuesta hablar en pasado de alguien tan significante, no sólo para el deporte más importante de la República Argentina y del club de mis amores, Boca Juniors, sino para una fuerza que trascendió fronteras. Porque del otro lado de la cordillera de Los Andes, los cabros de la U de Chile sabrán lo que duele esta partida; porque en Millonarios su legado quedará para la posteridad; porque hasta el Bayern Munich -rival de las doradas épocas bosteras con Miguelo al mando, y equipo frente al que plantó una de sus últimas mayores alegrías e ilusiones, en el Mundial de Clubes- sintió la profunda obligación de despedir con nobleza a un contrincante de saco y galera.

Acá cerca, por el lado de Arroyito, hasta los esmaltes para uñas nos recordarán con una sonrisa, siempre con una sonrisa, a Russo. Cuando el ruido señaló a los jugadores colombianos Jamilton Campaz y Dannovi Quiñones, que en la previa del clásico Rosario Central – Newell´s se fotografiaron en un salón de manicura, y fueron tildados de poco concentrados y otras yerbas homofóbicas, el gigante de sonrisa y boina esperó a que su equipo se quedara con el triunfo (jamás vivió una derrota en el cruce más importante del interior del país) para ser él el que pusiera las manos para llevar los colores del canalla e ironizar sobre la situación, restándole peso al bombardeo que cayó sobre sus dirigidos.

A la hora de escribir, la repetición puede considerarse un recurso o un error, dependiendo del contexto y uso. En este caso me cuesta encontrarle el justificativo gramatical a la cantidad de veces que por mi cabeza cruzan la sonrisa de Miguel y la consecuente necesidad imperiosa de trasladar con el movimiento hacia el teclado justamente esa expresión. Porque Russo y la sonrisa eran algo indivisible. Y lo seguirán siendo. Porque si un hincha de Boca piensa en la Copa Libertadores, esa maldita obsesión, no tengo ninguna duda de que su primer pensamiento será aquella del 2007 conseguida por los heroicos regresos de Miguel Ángel Russo y Juan Román Riquelme. Y seguro ese recuerdo vendrá con una sonrisa.

En esa dupla quiero detenerme. Siempre es gustoso ver una buena fusión de un enganche de raza y un nueve de área que está listo frente al arco ante cualquier avance del equipo; de los que se leen y entienden hasta sin hablar. Así era de hecho aquella sociedad de la época dorada entre Riquelme y Palermo, con Russo en el banco. Pero, les decía, la dupla en la que pongo el acento esta vez es la de Russo-Riquelme, Riquelme-Russo.

Era sabido que el técnico cursaba ya un delicado cuadro de salud, luchando contra el cáncer, al momento en el que Román fue a buscarlo para dirigir a Boca, en uno de los ya infinitos capítulos de turbulencias futbolísticas y brújulas sin destino seguro. La decisión fue cuestionada por gran parte del ámbito, marcando distintas especulaciones y enojos: si lo usaba para limpiar la imagen del club y de su dirigencia, si era necesario llevar a alguien con una enfermedad terminal a semejante responsabilidad, si era un “manotazo de ahogado” a la nostalgia de los hinchas, si un entorno tan estresante y exigente como “rescatar” a Boca era apropiado para quien recibía quimioterapias de manera casi permanente, si un técnico quedándose dormido en pleno partido era digno de estar en el banco más caliente del fútbol continental… Y, como siempre, el tiempo le dio la razón a Riquelme. Y, expuesto está: el tiempo le dio la razón a Russo.

A horas de su partida, se tomó conocimiento de que Miguel había hecho un último pedido a su familia, con quienes cursó la internación domiciliaria al saber lo irreversible del cuadro: que le pongan ropa de Boca. Y así fueron trasladados sus restos, con ropa de Boca. Y en este momento está siendo velado en La Bombonera, con largas filas de hinchas con no sólo esos colores en sus prendas, dando cuenta de lo disruptivo de su legado.

Miguel Ángel Russo demuestra entonces que no hizo más que romper con la cobardía moderna: esa modernidad líquida que convierte todo en efímero y banal; donde el individualismo prima y el valor de la reciprocidad está cada vez más devaluado; donde la vida pasa por las redes, la conveniencia y los “me gusta”.

Apostó todo por la vida cuando la banca ya le había anticipado que tenía las de perder y dirigió hasta donde el cuerpo se lo permitió en el club de sus amores. Y allí, del otro lado del mostrador esta vez, encontró a quien antes fuera su elegido ahora eligiéndolo. La nobleza de Juan Román tendiéndole la mano, cobijándolo para que su deseo sea realidad, para que pueda exprimir la vida con la pelota, poniéndose de escudo embanderado en la amistad y los códigos -esos de los que tanto se habla y tan pocos tienen- fue un acto de humanidad. Sabiendo que detrás estarían (y siguen) sobrevolando los buitres de siempre, mantuvo ese silencioso gesto que jamás publicitó. Es gesto que no pudo, ni podía, salvar o prolongar la vida a Miguel; pero sí sostuvo su sonrisa hasta las últimas consecuencias. Y en este mundo, sostener la sonrisa es un acto heróico y de justicia.

“Son momentos, son decisiones” solía decir Miguelo. Su partida, la forma en la que eligió partir, lo deja más que claro: las decisiones en cada momento, lo que puede pasar o no, marcan la diferencia. Más que un legado futbolístico, Russo nos deja una enseñanza de vida, un recordatorio de que la alegría debe ser un valor innegociable. Y por ahí debe andar ahora, arriba, sin dudas sonriendo; sabiendo que así le ganó a la tristeza con lo único que tuvo siempre: una sonrisa sincera y un amor infinito por el fútbol. Quizás algún coro de hinchas que se adelantaron lo esté recibiendo al ritmo de una gran verdad: lo que hiciste por nosotros no se olvida en la vida.

Que en paz descanses, maestro. Gracias por tanta gloria.

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